lunes, 15 de marzo de 2010

Los comensales de Pepe Carvalho y la receta del fidehuà

La imagen que se forma el lector del detective Pepe Carvalho Tourón, gallego de ejercicio aunque catalán de hecho, es la del autor, la de Manuel Vázquez Montalbán. Es inevitable, en principio, identificar al escritor con sus personajes por eso de que siempre hay algo, o mucho, del artista en su criatura. Carvalho es visto, pues, para el recién llegado a la obra del escritor catalán, como un hombre gordo, casi obeso, calvo, con papada, tripa prominente, bigote, manos regordetas y gafas.


En las escenas del protagonista en la cocina, no se puede evitar la imagen de Montalbán con delantal, rodeado de pucheros, pero no es ese el dibujo que nos presenta el autor; todo lo contrario, el detective Pepe Carvalho es un hombre de unos treinta y tantos años, ágil, fuerte, incansable, capaz de beberlo todo y de comerlo todo, a todas horas, sin que eso mengue su capacidad de reacción; es, en definitiva, como al gordito de Montalbán le gustaría haber sido. Así, parece acertado que en la serie televisiva que lleva su nombre, Carvalho haya sido interpretado por Juajo Poigcorbé, un galán que parece que ni pintado para la figura del detective gallego. Otros personajes de la obra son también interesantes desde el punto de vista de la gastronomía, como es el caso de Biscúter, su ayudante, su Watson. El hombre vive en el mismo despacho del detective, en una pequeña estancia contigua con cocina incorporada. No recibe paga, mas se conforma con la habitación y la comida, además de alguna esporádica participación en los botines del jefe. Pero lo que más agradece es el que Carvalho lo haya acogido en su compañía, sacándolo de la calle donde se dedicaba a todo lo peor. Por su puesto, el ayudante es tan apasionado de la gastronomía como el jefe. Este le enseñó los rudimentos de la cocina, pero él logró, a lo largo de las novelas y aventuras, una maestría nada desdeñable, sobre todo en lo que a comida castiza se refiere. Esta afición del empleado es muy beneficiosa para el narrador, pues le permite disponer de un útil auxiliar a la hora de introducir elementos gastronómicos en el corazón del texto. Además del anterior, el club del detective gallego está compuesto por otros simpáticos personajes, como Charo, su novia, una prostituta con la que tiene una relación intensa. Él respeta su profesión, como ella la suya; ambos hacen un ejercicio de renuncia al natural posesivo del ser humano, pues ni el galán le echa en cara a la dama la dedicación a sus clientes, ni ella a él los riesgos a que se expone con sus investigaciones. Suele cocinar con esmero para sorprenderla, antes de pasar a mayores intimidades, antes de recibir las reprensiones de ella, en ocasiones no muy benévolas. Además también está Bromuro su confidente, un hombre con hambre secular, limpiabotas de profesión. Era un tipo un tanto gorrón, un depredador natural, pero satisfacer su necesidad merecía siempre la pena al detective pues, a cambio de eso y poco más, recibía este una información de tal calidad que, en muchas ocasiones, le sirvió para resolver los casos más difíciles. Pero, quizás, uno de sus comensales más logrado es el de una muchacha tailandesa, sin nombre, de la novela «Los pájaros de Bankok», en la que el detective Pepe Carvalho se comporta como un genuino agente 007 hispano que, incluso, había trabajado para la Cía en arriesgadas misiones. Llega a la capital con la difícil encomienda de localizar a una amiga, un tanto alocada y, que se había echado un novio oriental y fue atrapada por el mundo del hampa. Tras un sinfín de peripecias, se encuentra en un cuartucho de mala muerte en un pueblecito del sur, camino de la frontera de Malasia; todos los mafiosos y la policía de la república lo persiguen con pésima intención. Su contacto le pregunta si desea la compañía de una joven. Él no está para juegos eróticos, pero no quiere desairar a su anfitrión y pasar por un bicho raro. El otro le insiste en que es limpia y de buena familia y el detective accede. Cuando llega la mujer la encarga, para su sorpresa que vaya a la tienda y le traiga fideos de harina de arroz, carne de cerdo y de pollo troceada, calamares, pequeños camarones, una lata de tomate, dos pimientos, cebollas, ajos y aceite de oliva; sí, aceite de oliva, porque en Tailandia, según le dijo en inglés la chica, se usaba como grasa cosmética tonificante y que en ocasiones ellos la utilizaban para cocinar. Se pone manos a la obra y, mientras cocina, cucharón en ristre, vestido con un delantal que le caía chico, sin dejar de dirigirse a ella en español y sin que ella cesase de asentir, con una permanente sonrisa oriental, la habla así:«Primero hay que sofreír bien las carnes y en el aceite hacer un sofrito espeso, deshidratado, como mandan los cánones perfectamente explicados por Josep Pla, un gran escritor catalán al que supongo traducido al thailandés. Una vez hecho el sofrito vegetal de cebolla, tomate, pimiento, se le añaden las carnes de cerdo, pollo y calamar y se reservan las gambas para echarlas en el último momento. En esta fritura se han de rehogar los fideos normales, pero, en atención a la fragilidad de estos fideos de arroz que usted me ha suministrado, los reservaré para el último momento y verteré el caldo sobre el sofrito hasta que rompa el hervor y así continúe para que se mezclen sabores. Luego, los fideos y las gambas despellejadas y dos o tres minutos antes de sacarlo del fuego, una picada de ajo con aceite y a dejar reposar el comistrajo a ver qué sale.” El milagro cerámico se produjo y en la sartén se conformó una fideuà sutil en la que los tenues fideos de harina de arroz prometían una consistencia casi vegetal.»

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