domingo, 30 de mayo de 2010

El caldo de Baco retorna a Cantabria

Casi diez años hace ya de mis primeras conversaciones con Fernando Renovales, el padre del vino en Cantabria. Fue a principios de este prometedor siglo y milenio cuando en nuestra tierra ciertos alocados trataron de recuperar productos que otrora fueran importantes e incluso distintivos de nuestra idiosincrasia; me estoy refiriendo a la sidra y al vino.








De la introducción de la primera el apóstol fui yo; el evangelio del vino fue predicado por el mencionado Fernando y su esposa Pilar Ichaso. Pronto el vino, el hermano mayor de la sidra, tomó la delantera. Hoy Cantabria cuenta con ocho lagares vinícolas frente a sólo dos sidreros, aunque tanto en uno como en otro producto no son pocos los artesanos que elaboran en sus fincas excelentes caldos.









Decía Estrabón, refiriéndose a los antiguos cántabros: «También tienen zythos (especie de sidra rústica). Les falta el vino, pero si alguna vez logran poseerlo, lo beben pronto, organizando para ello una fiesta del clan.» Es decir, que les encantaba el vino y no eran capaces de esperar a que mejoraran los caldos de Levante que apañaban en los asaltos a las domus de la meseta; como personas sensatas, consideraban que la mejor bodega era la panza del guerrero.

Pero no hay que remontarse tan atrás para perseguir el rastro del vino en nuestra tierra. Cantabria ha sido, a lo largo de toda su historia, tierra de vino, especialmente de vino blanco, de Chacolí. No tienen más que mirar las páginas del Madoz, esa ingente enciclopedia geográfica publicada hacia finales del siglo XIX, en la que se describen todos y cada uno de los pueblos de España y sus producciones. Según esta ciclópea obra todos los lugares de Cantabria, incluidos los del Sur, tenían al chacolí como producto característico.
 Me preguntó en una ocasión mi amigo Renovales si era fiable ese tal Madoz. Lo cierto es que me hizo dudar. Un individuo que se enfrenta a la ingente tarea de confeccionar un mapa descriptivo de tales características puede verse tentado a repetirse y a hacer una descripción estimativa de las producciones. Alejé tal duda de mí mente dada la formalidad de don Pascual Madoz, que tardó más de quince años en confeccionar su obra, la cual ha sido fuente para todos los estudios estadísticos sobre la primera mitad del siglo XIX.
 Un hecho casual vino a ratificar esta opinión, pues llegó a mi despacho un viejo cliente. Llevaba consigo unas escrituras antediluvianas, muy anteriores a la creación del Registro de la Propiedad; pretendía que se las inscribiera a su nombre. El expediente de dominio era sencillo y aquellos documentos no muy necesarios, pero le había pedido que los trajera para satisfacer mi curiosidad. La finca estaba delimitada por su superficie en carros y los colindantes se identificaban por nombres, apellidos y, además, por producción a la que estaba dedicado el predio. Cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí que de cinco fincas, tres lindaban por dos vientos con otras tantas “plantadas a vid” o “plantadas a chacolí”.

¿Qué quiere decir esto? Que el chacolí es, al menos, tan viejo como nuestra Historia y que se remonta, quizás, a los primeros tiempos del Medievo. ¿Y qué dice el diccionario de la Real Academia de la Lengua respecto a la palabra «chacolí»?, que procede del eusquera y que es un vino ligero, algo agrio, que se hace en el País Vasco, en Cantabria y en Chile. Aceptemos, pues, que se trata de una palabra vasca como muchas otras que existen en nuestra lengua castellana, pero no podrán negarnos que su ancianidad en nuestro vocabulario la hace tan nuestra como de nuestros queridos vecinos.

Sin embargo, los de Guetaria fueron más rápidos y registraron el nombre y, así, Fernando Renovales, que fue el primer fabricante en esta nueva andadura del vino cántabro, hubo de conformarse con un sucedáneo del término original: Vino Verde.

Lo cierto es que, hoy en día, de los nueve vinos cántabros que están en el mercado, seis son blancos, tipo chacolí y albariño, todos cercanos a la costa: Tejea Verde, Ribera del Asón, Viña Lancina, Casona Micaela, Viña la Vida y Carrales de Cayón. Los tres tintos, en realidad dos porque uno de ellos presenta dos vinos diferentes, son de Liébana: Picos de Cabariezo y Lusía. Por lo tanto, tenemos dos tipos de vino, uno de la costa, blanco, suave, afrutado, con un sí es no es de chispa, y otro tinto, recio, más propio del microclima lebaniego. No deja de ser curioso que, pasado más de un siglo, se vuelva a buscar los sabores originarios de la tierra.

Está claro que el vino y el viejo terruño cántabro son muy agradecidos pues, por mucho que sea el mal hacer del hombre, la madre naturaleza siempre vuelve a lo que le es propio, a lo que la tiene acostumbrada el viento y el aire.

De todas formas, este retorno del vino a nuestra tierra tiene una característica muy especial que nos honra a todos los cántabros. Me estoy refiriendo al valor de los productores, de los viticultores. En unos tiempos como los actuales, en los que sopla el viento en contra, con la crisis económica más grande de la historia encima, ocho familias, ocho lagareros cántabros se han lanzado a la aventura de producir sus caldos, en competición directa con los más encumbrados lagares riojanos, castellanos y gallegos.
El vino de Cantabria, al igual que la sidra, se dejó de producir por razones fiscales, porque los productos locales eran gravados con un impuesto, tipo IVA, llamado Sisa, que destrozó la estructura de la producción vinícola cántabra (de esto hablo con detenimiento en mi libro El Trujal). Pasados los años, más de un siglo, casi dos, vuelve el vino con brío y es una suerte que esta voluntad combativa se manifieste ahora, en plena crisis. Si estos ocho valientes resisten el temporal, tendremos un brote verde en la economía cántabra que será la envidia de los vecinos: nuestro vino.

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