sábado, 20 de noviembre de 2010

Encuentros en la "tercera fase" con Juan de la Cosa

El pasado 5 de julio, lunes, decidí pasar por la exposición «Juan de la Cosa y la época de los descubrimientos», parada obligada para quien, como yo, se había atrevido a escribir una novela histórica sobre dicho personaje.
La Primera Sala llevaba el título de «Juan de la Cosa y Santoña». Pude allí admirar un grabado de Santiago Matamoros, cedido por la Parroquia de Santa María y un excelente escudo de la familia Morales de los Ríos y Pineda, de hace casi quinientos años, conservado en madera, una guasa para los fabricantes de miradores de pvc.


En una vitrina ciertos documentos de la familia del marino: Juan Carlos Pelegrín de la Cosa,  Rodrigo de la Cosa y el acta de bautismo de Juan Carlos Camino de la Cosa, todas ellas posteriores a 1700. Fue una lástima que el fuego se hubiera llevado, siglos atrás, gran parte del rastro de aquella familia, gente marinera que, como nuestro protagonista,  vivieron por y para la mar y que se dispersaron por las rutas infinitas de la Rosa de los Vientos.
Me llamó la atención una acuarela de Fernando Hierro, de 1995, en la que se recomponía la Santoña del siglo XVI. Pese a su juventud era un precioso documento para la imaginación del viajero en el tiempo. El puerto estaba justo a la altura de lo que hoy es el Mercado de Abastos, y se podía distinguir el trazo de las más viejas calles de la Villa.
Pasé a la Segunda Sala. Los demás visitantes habían desaparecido y, quizás por la hora, nadie venía tras de mí. Presidían la estancia sendos retratos de Colón y de los hermanos Pinzón. Había también un sello de la reina Juana y el original del Tratado de Tordesillas, joya de valor incalculable, varios notables grabados de la ciudad de Sevilla, una esfera anillar copernicana en perfecto estado, una ampolleta o reloj de arena de media hora que en las naos de la época marcaba el ritmo de las mediciones de nudos y un cuadrante solar de relicario. Aquello empezaba a ponerse interesante, a oler a salitre, a viaje, a madera húmeda, a ruido de jarcias.
No estaba del todo solo en aquella sala. Un hombre vestido de extraña manera se inclinaba sobre una vitrina y leía atentamente su contenido. Era de mediana estatura, delgado, con el pelo recogido a la espalda con un lazo negro; vestía jubón verde antiguo, de época, con puñetas abotonadas, pantalones grises con pata de elefante que me recordaron los de las viejas fotografías de mi abuelo el marino; en una mano un sombrero adornado de plumas. ¡Qué amiga del carnaval era la gende de Santoña! Quizás fuese un monitor de la exposición.
Me acerqué a él y quedé sorprendido por el hecho de que estuviera silabeando el contenido de aquellos manuscritos, crípticos para quien no fuese especialista. Eran asientos contables por los que, según el rótulo lateral, se indemnizaba a Juan de la Cosa por la pérdida de la Marigalante en aguas de la Española; estaba fechado en 1595. El índice del sujeto se deslizaba sobre la vitrina, siguiendo el curso de las líneas. No pude remediar la curiosidad y le pregunté si entendía aquello. «Gentil hombre, los de Puerto seremos pobres, pero no ignorantes», contestó sin mirarme. Un tanto corrido por la respuesta, pedí disculpas y me alejé de su lado.
Ya me dirigía hacia la Sala Tercera, cuando el hombre se me acercó y me tocó el brazo con su mano huesuda, fría. «Espero que vuecencia perdone mi atrevimiento mas, ¿estoy hablando por ventura con Javier Tazón, ese de Escalante que ha escrito «El cartógrafo de la reina?» «Así es», respondí sorprendido por tanta familiaridad. «Pues verá, maestro escribano», continuó el hombre que hablaba con un castellano raro, arcaico, «creo que en su obra ha cometido algún que otro error».
Estábamos parados frente a un plano de Cartagena de Indias. «Por aquí abajo, a tres leguas de esta bella ciudad, me dieron muerte». Decidí seguirle la broma y le pregunté: «¿En Turbaco?» ¿Cuánto le pagarían al paisano por hacerse pasar por el mismísimo Juan de la Cosa?
Sin contestar me llevó, ya en la Sala Cuarta, hasta una vitrina en la que esperaban ciertos asientos contables, anotados por Matienzo, oficial de la Casa de Contratación de Sevilla. «Ha dicho en su libro, quizá con cierta ligereza, que uno de los móviles de mis actos era el dinero», dijo al fin. «No así exactamente, señor», contesté metido ya en materia, «sino que Juan de la Cosa no estaba dispuesto a perder un maravedí». «Tiene razón maese escribano, sin embargo los perdía; ¡mire!» y me tradujo el contenido de todos aquellos asientos en los que se proponía el pago de ciertas cantidades a Juan de la Cosa. «Sabed, amigo, que en Castilla no es el más feliz quien logra dádivas reales sobre el pergamino; aunque no le echo en cara su yerro, pues muchos pensaban así» dijo el simpático empleado. Sin lugar a dudas aquel hombre estaba muy puesto en la vida del héroe. Contemplamos en silencio varios grabados de la ciudad de Cádiz y un magnífico mapa del Caribe de 1745 que parecía interesarle mucho a mi anfitrión.
Como el hombre callaba, opté por darle conversación. «Quizás maese Juan, no sepa usted que ha pasado a la Historia por algo más que unos asientos contables y por los pilotajes que hizo con Colón», y con prosopopeya, señalando en torno, añadí: «Es vuecencia el primer cartógrafo de la Historia». Se volvió hacia mí y me miró con ojos profundos, grises, pelo revuelto, nariz prominente, pómulos marcados, altos, entrecejo unido y mandíbula picuda. Aquella cara me recordaba a alguien pero, como suele suceder, del disco duro no quiso bajar el archivo correspondiente.
Ya habíamos llegado a la Sala Quinta, rodeados de leyendas murales de Vespuccio, Martín Cortés, Pacheco Pereira, del atlas mediterráneo encuadernado, del Orbis Terraris de Christian Scrooten. «¿Os referís a ser primero que todos estos?», preguntó el actor y añadió:«No cabían aún en la mente de Dios cuando yo, con quince años era un maestro en el uso de la ballestilla», y me mostró un precioso artefacto, útil para medir la altura de los astros que yo había visto muchas veces por internet, pero que no sabía qué forma tenía.
En la sala Sexta, se paró un instante ante la reproducción del mapa de 1500, realizada en 1982 por Suárez Dávila. «¿Qué opináis de esta pieza, maese?», le pregunté, seguro de que no podría darme muchas explicaciones técnicas. «No está mal, aunque el mío era mucho mejor», contestó y se volvió hacia la pared con notable energía en un fantasma de quinientos años. «¡Lo que me indigna es esto!», exclamó y señaló el retrato del cartógrafo realizado en 1979, que ilustra hoy todas las enciclopedias del mundo cuando se refieren a Juan de la Cosa. «¿Por qué?», pregunté divertido ante aquella salida de tono. «¿No os gusta?» «¿Me habéis visto bien?», repuso. «¿Es uso de esta Villa tratar así a sus navegantes?», gritó cada vez más excitado.
Mi mente se abrió al instante; de la memoria central me bajó el archivo en el que guardaba la imagen que aquel sujeto evocaba: el busto de Juan de la Cosa que preside el monumento de El Pasaje. Era el mismo rostro arrebatado que parecía mirar hacia el futuro con la energía de la tierra, que atravesaba el aire y hacía subir su mirada por la ladera del Buciero. Tenía delante la viva imagen de la escultura realizada por doña Lourdes Cardenal en 2004, incluso aquella nariz prominente dispuesta a romper las murallas del tiempo por sí sola.
Sentí un escalofrío general. «Os diré, señor escribano, que los retratos de mis amigos Colón y los hermanos Pinzón, aquí expuestos, son pasables», dijo algo más calmado. «El mío, sin embargo, parece hecho por un infiel». Y era cierto, aquella imagen de duendecillo no parecía apropiada para un gran cartógrafo. «Por cierto, caballero», dijo tomándome del hombro con sus dos manos frías, «el segundo error de su obra es no haberme descrito en ningún momento». «Es lógico», me defendí, «se trata de una autobiografía, el narrador no suele dibujarse a sí mismo». «Yo no discuto jamás, ni con Colón lo hice, mas creo que tiene usted una buena ocasión de subsanar su yerro; si no me equivoco va a escribir una crónica para cierta hoja de Sancti Emeteri, periódico creo que se llama…» Sentí un extraño mareo. Cerré los ojos. En mis hombros notaba aún las manos frías del espectro. Cuando los abrí, aquel genio del pasado ya no estaba presente.
Al marchar, me crucé con don Rafael Palacio, el esforzado Comisario de la exposición y le ponderé lo bien que había elegido al personal y aseguré que en ninguna otra exposición se contaba con monitores tan experimentados.  Su rostro, sin embargo, manifestaba el asombro por cuanto le contaba. Me aseguró que no había contratado a actor alguno y añadió con ese tono socarrón tan característico de las gentes de Santoña: «Si te dijo que era Juan de la Cosa, no dudes de que lo era». A su rostro asomaba con nítida claridad un pensamiento: «¡Cuánta sidra beben estos de Escalante!»
Para concluir con esta verídica historia, baste decir que, al margen de fantasmas, buen trabajo ha hecho el Ayuntamiento de Santoña con esta magnífica exposición: quien sabe de la existencia del Cartógrafo, sale contento; y si no la conoce, informado e instruido. No se puede pedir más.

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