sábado, 3 de agosto de 2013

EL CUENTERETE DE LA CAÍDA DE CONSTANTINOPLA

                ¿Quién no ha aprendido en la escuela, o incluso en la universidad, que el Descubrimiento de América se produjo como consecuencia de la caída de Constantinopla en poder de los turcos? Estos señores malvados, de alto turbante y muy mala leche, decían nuestros bien intencionados maestros,  controlaron los accesos a  Asia Central e impidieron que los pobres cristianos trajesen las llamadas especias de la China, el azafrán, la seda, la canela y esas cosas tan monas apreciadas por aquí. Entonces los cristianos,  empujados por el mono que les producía la carencia de tantas cosas lindas —nos seguían ilustrando en el primer tema sobre los viajes colombinos—, estrujaron sus cerebros como rodillas de fregadero y dieron en la genial idea  de buscar nuevas rutas; los portugueses circunvalando África y los españoles, más valientes y avezados, atravesando el Océano Atlántico.  En esto estaban cuando, de repente, se dieron de bruces con el continente americano… ¡Eureka!  La verdad, todo esto suena a cuento chino.

                Claro que, a quienes hayan leído mi artículo, “La anterior gran crisis”, no se la pueden dar con queso porque ya saben que en 1453, cuando los señores turcos tomaron Constantinopla, la Ruta de la Seda llevaba ya casi un siglo sin saber lo que eran sandalias de mercaderes europeos. Buenos estaban los inquilinos de Europa con la peste, el descenso del comercio, las guerras y las hambrunas para andar buscando el azafrán, botillerías, canelas, sedas y gullerías por el estilo. Al contrario, fue gracias a que los turcos se hicieron cargo de dicha Ruta, los grandes señores nunca dejaron de recibir los maravillosos productos de lujo asiático, pagados a precio de oro por supuesto.
                Además, casi cuarenta años antes, los portugueses habían fundado una ciudad  científica en el Cabo de San Vicente, allá por la barbilla de Portugal. Se llamaba Segrés, y era una especie de Cabo Cañaveral para la experimentación científica de la época. La levantó un miembro de la casa real portuguesa, que no llegó a reinar por ser un segundón; se llamaba Enrique de Avis y Lancaster y, aunque nunca puso los pies en un barco, todos lo conocían como «Enrique el Navegante». Este gran viajero de tierra firme, fue el impulsor de la marinería lusa. A su emporio científico atrajo a las mejores cabezas de la época, entre los que se encontraban los grandes cartógrafos judíos baleares, los Cresques, que habían fabricado el famoso Mapa Catalán. Uno de ellos, Jehuda Cresques, pasó a llamarse, una vez bautizado, Jaume Rives, maestro de maestros. En definitiva, que los portus vieron el negocio e invirtieron a fondo en los viajes de larga distancia. Castilla y Aragón, entre tanto, no se enteraron por falta de medios y por carencia completa de visión estratégica y, cuando quisieron darse cuenta, los vecinos ya llevaban cincuenta años de ventaja y habían llegado hasta el golfo de Guinea. Como los castellanos y maños estaban muertos de hambre y tenían, quizá por eso, muy malas pulgas, se metieron en las aguas portuguesas en plan pirata y tuvo lugar una gran contienda entre los dos países: la Guerra de Sucesión, en la que, formalmente se dieron de tortas los partidarios de Isabel de Trastámara y su prima Juana la Beltraneja, pero que en el fondo, y de esto han hablado poco los historiadores, fue una decisiva guerra naval en Guinea, de la que hablaremos más en este foro, pues es un asunto apasionante. Lo cierto fue que, entre guerras y piraterías, los nuestros aprendieron el arte de la navegación de altura y pronto estuvieron preparados para dar el salto al charco. Claro que ingleses y franceses, los otros dos grandes ventanales atlánticos de Europa, seguían liados en guerras y revueltas, en la larga contienda de las Dos Rosas, en la Guerra de los Cien años, seguida de la Guerra de los Treinta; menos mal, que si no, también nos habrían comido la tostada en este terreno.
                Los lusos eran muy listos y fueron descendiendo por la costa africana poco a poco. Llegaban al Cabo Bojador y subían con alguna buena adquisición. Volvían a bajar; llegaban al Río de Oro y tornaban con mercaderías que no eran especias, pero que no estaban mal; así amortizaban de a poco sus inversiones, hasta que lograron llegar al golfo de Guinea, donde fundaron una factoría a la que llamaron La Mina. Allí descubrieron que el mejor producto, el más rentable, era el oro negro: los esclavos.
                Los árabes de Somalia y Sudán, proveedores de plata y oro a Europa, desde la época de los romanos, comprobaron que era más rentable el negocio de los esclavos con los portugueses de la Mina que abastecer a los viejos cascarrabias europeos, tan creídos de su destino en lo universal, como dijo uno. En esta decisión sí que tuvieron mucho que ver los señores turcos, que dificultaban ese tráfico de caravanas y buques con oro hacia Florencia, Génova o Venecia; claro se ventilaba antaño una guerra de civilizaciones —como la que se aproxima hogaño— y los de la media luna veían claro el valor estratégico de dejarles a los enemigos sin moneda y reservas en oro. En fin, que los árabes, jefes del comercio en el Cuerno de África, dejaron de aprovisionar a Europa de metales preciosos y, en su lugar, dirigieron las caravanas hacia Guinea. Comenzó la cacería de esclavos a gran escala y, como paradoja, los mercados europeos quedaron desabastecidos de oro.
                No había monedas, quebraron muchos bancos, no se cumplieron los compromisos mercantiles, escasearon los productos, arreció el hambre, el desempleo era total por la ruina del comercio en las ciudades…  todo esto les suena, ¿verdad? Y nació una bárbara criatura que cambió la historia de nuestro mundo conocido: la gran FIEBRE DEL ORO. Nuestros antepasados marcharon a América a buscar ORO, no especias ni bobadas por el estilo. Además, sabían muy bien lo que había entre Europa y Asia: la tierra de las grandes selvas.
                Con todo esto veo que me estoy yendo por las ramas, pues lo que yo pretendía era hablar de Juan de la Cosa y, claro, de mi libro; pero…esta maldita pluma se echa a correr en cuanto me despisto. En fin, debo irme, que ya llega el alba. El próximo día profundizaremos algo más en esto de la fiebre del oro, que no fue cosa sólo del Lejano Oeste, como pueden apreciar. De todas formas, les voy a dejar con una duda y una pregunta: ¿por qué creen que los españoles y los portugueses suponían que en América había oro? ¿Alguien se lo había dicho? ¿Existiría alguna leyenda?... for your consideration.

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