jueves, 22 de agosto de 2013

¡LLEGAN EL ORO Y LA PLATA DE AMÉRICA! ¡ESTO ES JAUJA!

Qué lástima que ni Juan de la Cosa, ni Colón ni Pinzón, ni Isabel, ni Fernando estuviesen ya para enterarse de en qué se habían convertido aquellas tierras improductivas y letales que se descubrieran en 1492. Habían transcurrido 27 años de sufrimiento cuando, en 1519 Pizarro le regaló a Carlos de Gante el Perú, Cortés Méjico y Magallanes la circunvalación del globo, como tres magos en torno a la cuna, casi, del príncipe, en su decimonoveno cumpleaños.

Pero vamos por partes, que hay tiempo. Empezaremos por la conquista del Perú. En el último viaje de Juan de la Cosa, en 1510, cuando, según recordarán,  dejó nuestro héroe el pellejo en la selva de Turbaco, era miembro de la expedición un oscuro extremeño: Francisco Pizarro, el que luego sería el Marqués de la Conquista y que daría de comer y de conquistar a sus tres hermanos Hernando, Gonzalo y Juan. Comenzó a brillar la estrella de Pizarro, justo a la muerte de Juan de la Cosa, tras los luctuosos hechos de Turbaco. El bueno de Ojeda se enteró, en carne propia, de por qué Juan no quería enfrentamientos con los indios flecheros pues, como es lógico, tras la matanza, todas las tribus de la zona, hasta las  más tranquilas, terminaron en pie de guerra. Llegó Ojeda a Urabá y fundó allí, en pésima ubicación, en el descampado pantanoso de Necoclí, una ciudad, la primera de Tierra Firme; la llamó San Sebastián de Urabá, donde los castellanos llegaron a practicar el canibalismo porque nada tenían que llevarse al estómago pues, en cuanto se introducían cinco árboles dentro de la selva, los indios daban cuenta de ellos con las flechas emponzoñadas y, encima, sin barcos porque se los había comido la “broma”, ese gusano simpático del que ya les hablé; claro, el que tenía experiencia en este asunto era Juan y, desde hacía varios meses, su cuerpo servía de abono para las batatas de los indígenas. Estaban muriendo acorralados, como alimañas, cuando vieron una vela en el horizonte. Pensaron que estaban salvados, ¡albricias!, pero no, no llegaban a rescatarlos, sino que se trataba de unos piratas, de los primeros piratas del mar de los caribe. Eran españoles y el capitán respondía por el nombre o apodo de Talavera.¿Qué pretendían? Vender comida y bebida a los náufragos, pero no rescatarlos. Estos quedaron en camisa y todos sus bienes, oro, esclavos, munición, partieron en la nave del pirata que se llevó también a un hombre, uno que vio el momento oportuno para desmarcarse una vez más, un tipo que era experto en fugas dejando tirados a los suyos, un capitán de pacotilla cuyo nombre ya adivinarán ustedes: Alonso de Ojeda. Marchó este con los piratas, tuvo muchas aventuras y, al final, tras años con ellos, todos terminaron ahorcados. ¿Todos?; no, uno se salvó: Alonso de Ojeda, el mismo que fue cubierto en su retirada de Turbaco por la vida de Juan de la Cosa y sus fieles. La verdad es que cuando en mis charlas llego a este punto, los oyentes no saben si me lo estoy inventando, de tan fantástico que les parece todo, tan diferente a como les ha llegado la historia del Descubrimiento. Sin embargo, les aseguro que en estas narraciones sigo, escrupulosamente, las fuentes: Fernández de Oviedo y López de Gómara en especial. A lo que íbamos, que Ojeda marchó y quedaron en tierra sus hombres, al mando de los cuales estaba Francisco de Pizarro, el oscuro extremeño… Pero, ¡caramba!, veo que llega el alba y, una vez más, me he liado. Bueno, en la próxima entrega les hablaré de lo que he llamado al principio: la película de los hechos, es decir, de Pizarro, Cortés y Magallanes, los tres reyes magos de Carlos de Gante, el gran Imperator. Hablaremos de cómo se gastó el oro y la plata de las Indias Occidentales. 

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