domingo, 30 de mayo de 2010

Lagares de Ribera de Duero (El silencio sagrado donde madura la belleza)


«Al final de la celebración, con los estómagos ahítos y los cerebros embotados, se apaga la luz de las bodegas.


Vuelve entonces a renacer el silencio sagrado donde madura la belleza. Alguna orquesta de grillos, alegres en medio de la noche, reanuda la monotonía de su canto.» Esta bella frase, pura prosa poética, la hallé por casualidad al hojear una guía turística publicada hace diez años y patrocinada por el Consejo Regulador de Ribera de Duero. Pueden imaginarse la sorpresa porque el libro, de buen acabado, no era superior a otros también muy dignos publicados en la comunidad vecina para fomentar el turismo. Se diferenciaba de todas ellas, sin embargo, por su vena poética; yo nunca había visto algo parecido. Fíjense en estas dos frases: «Hay otros chopos grandes e historiados, señores del camino, añosos y de troncos muy gruesos, enhiestos como viejos pináculos. Quedan ya muy pocos pues van muriendo a orillas del ribazo con la dignidad histórica de los grandes apellidos. Gustan de formar bóvedas de sombra para aplacar los rigores del estío y se sitúan a ambos lados del asfalto definiendo dos líneas paralelas que, por mucho que se alargue la del paisaje, nunca llegan a tocarse.» «Revestidas de la belleza nostálgica de lo que desaparece (las cabañas), se esfuerzan por mantenerse todavía en pie ofreciendo todo lo que tienen: hermosura para la sensibilidad estética, sosiego para la inmortalidad de las arañas y refugio a tordos y gorriones que no hallan otro lugar donde poner sus nidos.» Tras devorar las piezas poéticas que el autor de la guía señalaba con un leve fondo verde y que me recordaron, no sé por qué, la prosa de autores árabes como Amín Maaluf, Naguib Mahfuz o Tarik Alí, pasé al resto del texto, donde se describe de forma exhaustiva, pero sin perder movimiento de pluma, todos los pueblos de la Ribera, con indicación de su historia, gastronomía, leyendas, bodegas y curiosidades que denotan la vasta cultura del autor. Me entero así de la existencia de lugares tan exóticos como Bocigas, Caleruega, Quintanilla de Pidio, Quintanamarvirgo, y muchos otros que trasladan la imaginación al pasado, a los placeres de la buena mesa, del buen vino, y de la música de cantiga al son del rabel. Por si quedase en el fondo de mí alguna reserva para hacer un viaje de inmediato por aquellos pazos tan atractivos, tan llenos de poesía y placer, abrí la «Guía de Vinos y Bodegas» que acompañaba al libro cultural-gastronómico y recordé los magníficos caldos que he ido saboreando a lo largo de mis casi setenta años: Torremorón, El Guijarral, Gran Callejo. Se me iba haciendo la boca agua pero aún faltaba el recuerdo de la bodega Vega Sicilia y, con él, uno de los peores momentos que yo haya pasado en la mesa. Se lo cuento de inmediato pero antes, para no perder el hilo inicial, he de decir quién era el poeta, escritor, propagandista de su tierra que con tanto gusto unió placer con cultura; se trataba del burgalés Pascual Izquierdo, nacido en el corazón de la Ribera, un escritor andariego que recibió el premio «Mariano del Mazo», de la Diputación de Palencia por su obra Prosas de Viaje, publicad en 1997.

Tirando del hilo y, como el mundo es un pañuelo, me enteré de que este buen señor, junto con otros colegas del ambiente de las letras, se dedica a recorrer Castilla todos los años en bicicleta. Revisan los itinerarios piedra a piedra por ver si siguen en su sitio, bodega a bodega con el fin de certificar que la belleza del vino ha madurado adecuadamente, mesón a mesón para retomar viejas amistades tan de la tierra como ellos. Entre esos argonautas de la cultura se halla, nada más y nada menos que Emilio Pascual, premio nacional de literatura infantil y juvenil del año 2000 y premio Lazarillo del noventa y ocho; un hombre definido en la contraportada de su famosa obra «Días de Reyes Magos», como «varón de cierta edad ―como todos, según dictaminó Jardiel Poncela― que, cuando no escribe ni lee el Quijote, tampoco monta necesariamente en bicicleta». Y, tirando, tirando del hilo, vengo a saber que estos ilustres castellanos con residencia en Madrid, cuando hacen esas ya famosas incursiones sobre la tierra mesetaria de las viejas tribus vacceas, piden apoyo a la caballería cántabra para que acuda en su auxilio, como es el caso de don Simón Pérez Pinedo, que escapa así, por breve tiempo, de los agobios del cargo de director del Instituto Cantabria de Santander.

Tras enterarme de todo esto, comprendí que yo, Fulgencio Vara, inspector jubilado, hombre de letras, de buen estómago y paladar agradecido, esteta del yantar y de la charla, había encontrado a mis iguales. Decidí, entonces, entrar en contacto con ellos para portarles, al menos, la impedimenta viajera y disfrutar, con la maduración de la belleza.

¿Y por qué le trajo tan malos recuerdos la visión, en la guía, de la bodega Vega Sicilia?, se preguntarán ustedes, que son lectores agudos y de buena memoria. Se lo contaré en las ciento trece palabras que me restan. Verán, iba yo de invitado a casa de unos amigos alemanes. Llevé dos botellas de Vega Sicilia Único, caldo carísimo y reputado como el mejor vino de España (eran, por fortuna, regaladas). Esperaba, como es costumbre aquí, que probáramos el vino del invitado, pero no debe de llevarse igual uso en Germania. Tomaron las botellas, las dejaron en un rincón y decantaron, con toda ceremonia eso sí, un caldo del Rin que parecía matarratas. No pude decir nada por la subida etiqueta imperante y porque no deseaba ofender a mis amables anfitriones; pero me quedé con mal cuerpo. Al día siguiente marché a la tienda de Philippe Çesco y compré un Vega Sicilia Único para mí solito. Me costó la friolera de quince mil pesetas de la época. Necesitaba compensar mi acrisolada estupidez.

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